Por Diego E. Barros | Miami (USA) | 01/12/2010 | Actualizada ás 15:22
Ivonne Cuesta tenía entonces sólo siete años. Sus recuerdos no discurren de manera lineal, sino en una sucesión de escenas que con la ayuda de sus familiares, ha sabido reconstruir para concebir la historia de su propia vida. La de su salida de Cuba como una más de las decenas de miles de exiliados que abandonaron la isla en dirección a EEUU entre abril y octubre de 1980, en un fenómeno migratorio que recibió el nombre de éxodo del Mariel y del que se ahora Miami celebra el 30º aniversario. Su huida cambió la existencia de aquella niña asustada pero también la de una ciudad entera que nunca volvió a ser la misma.
Algunos parientes de Ivonne Cuesta ya habían salido de Cuba en las décadas del sesenta y setenta, a cuenta gotas, pero ella y su madre tuvieron que esperar al 3 de junio de 1980. Ivonne Cuesta es hoy una atractiva mujer de 37 años, de tez blanquísima, ojos rasgados y pelo negro azabache. Me recibe en su despacho, en la planta 24 del edificio Lawson Thomas, uno de los inmuebles que conforman el distrito judicial número 11 de la Florida, en el centro de Miami, donde ejerce como supervisora del cuerpo de abogados criminalistas de oficio. “Recuerdo que mi madre me decía todos los días que nos íbamos a ir del país pero que no podía contárselo a nadie, que era un secreto entre nosotras”. Un juego infantil detrás del que se escondía el miedo a que seguidores del régimen se plantaran delante de su puerta, “una casa colonial con las paredes muy blancas y los techos muy altos” y les organizaran un acto de repudio. Acciones de este tipo, consistentes en que un grupo de personas gritan consignas y lanzan insultos contra los considerados traidores a la patria y la Revolución de los Castro, son habituales, aunque cada vez menos, en las calles de La Habana. “Durante semanas, mi madre llenaba una pequeña maleta con ropa y nos íbamos a pasar la noche a casa de mi abuela. Yo no entendía porqué, pero una noche la policía tocó a la puerta y dijo que nuestra hora había llegado”. Era el 29 de junio.
Junto a su madre, sus dos abuelas y unos tíos fue trasladada a la playa habanera de Abreu Fontán donde se reunió con otros familiares. Sobre la arena y sin más cobijo que las estrellas esperaron un par de días la llegada del The Mahogony Manor, un viejo velero de recreo de madera que unos parientes que residían en Puerto Rico habían contratado para traerlos a EEUU en busca de la ansiada libertad. “Recuerdo que era un barco precioso, de madera con tres palos”, dice Ivonne con una leve sonrisa dibujada en el rostro. “Tras el viaje quedó destrozado”.
El puerto de Mariel
Las autoridades cubanas permitieron la salida del barco el día 2 pero una fuerte tormenta la obligó a regresar al puerto de Mariel. Allí, desde abril, miles de cubanos aguardaban, impacientes, a subir a bordo de otros buques que se los llevasen también hacia las tierras de la Florida en una sangría controlada que duraría hasta mediados de octubre. La ocasión definitiva para Ivonne y los suyos llegó al día siguiente. La travesía hacia Cayo Hueso (Key West en inglés, aunque los hispanos siguen utilizado la denominación que le dieron los primeros conquistadores españoles, que hicieron referencia a la cantidad de osamentas encontradas en sus playas), el punto de los EEUU más cercano a la isla, duró todo un día que se hizo interminable a causa de una nueva tormenta que dejó al barco al antojo del oleaje. Tras lanzar un aviso de socorro, helicópteros de los Guardacostas estadounidenses encontraron la embarcación a la deriva y evacuaron a todos sus ocupantes.
“De aquel viaje tengo tres cosas grabadas”. La abogada habla casi sin tiempo para respirar. Mueve sus manos constantemente. Se coloca el pelo revoltoso tras las orejas. Detrás de tanta actividad se adivina un intento de contener sus emociones ante la construcción de su vida. “Nunca olvidaré el olor a vómitos, porque todos se mareaban y vomitaban y eso pese a que hacía horas que no comíamos nada. Me acuerdo de que el agua inundaba los camarotes donde nos encontrábamos, a los adultos le llegaba a las rodillas. Pero sobre todo, recuerdo el miedo dibujado en sus rostros”. Casi de noche llegaron a un portaaviones americano y en “una sala enorme con cientos de sillas colocadas en fila”, aguardaron junto a otros compatriotas a que un oficial norteamericano les diese la bienvenida a suelo norteamericano y, como no, “a la libertad”.
“Nos dieron mantas, una lata de Coca Cola y una manzana roja a cada uno. Yo en mi vida había visto una manzana roja. Me acuerdo que mi madre me miró con lágrimas en los ojos y me dijo: ‘sobrevivimos y somos libres”. Acostumbrada a lidiar con la rama más dura del férreo sistema judicial estadounidense, a Cuesta se le quiebra la voz.
Tensa espera en los EEUU
En EEUU los esperaban sus familiares y con ellos se trasladaron a Miami. Tras los primeros días “en los que todo era fiesta y celebración” comenzó una nueva realidad que, por momentos se antojó incluso más dura que la dejada atrás en la isla caribeña. En el país de la libertad y las oportunidades nadie regalaba nada y el propio exilio que había ayudado a que el éxodo del Mariel se llevara a cabo descubrió que soltar a miles de personas en una comunidad con demasiados problemas no iba sino a incrementarlos.
El éxodo del Mariel tiene su inicio un 5 de abril de 1980 cuando unos diez mil cubanos ocuparon la embajada de Perú en La Habana solicitando asilo diplomático, con el objetivo de abandonar el país previo salvoconducto emitido por el régimen castrista. Reacio en un principio, Fidel Castro aceptó entonces la salida de miles de cubanos a condición de que fueran sus familiares los encargados de recogerlos en el Puerto de Mariel, al noroeste de la isla. Más de 125.000 personas abandonarían la isla hasta octubre, una cifra que superaba los 30.000 ciudadanos que habían salido en 1965 en otro éxodo masivo, en aquella ocasión desde el puerto de Camarioca.
El 21 de abril de 1980, dos barcos camaroneros llamados Dos Hermanos y Blanchie III arribaron, con unos 55 refugiados cubanos a bordo, a Cayo Hueso a 110 millas del puerto de Mariel, convirtiendo a la localidad costera en el centro de operaciones. Durante los cinco meses siguientes, el exilio cubano puso en marcha su maquinaria fletando cientos de barcos para recoger a parientes y amigos al otro lado del estrecho de la Florida. La huída del régimen castrista se convirtió en una oportunidad para hacer dinero fácil por parte de los propietarios de los barcos que llegaron a cobrar hasta 4.000 dólares por pasaje. La oportunidad inicial también se tornó en ruina para otros ya que hubo barcos que quedaron inservibles, como el de Ivonne.
Aparentemente el exilio de Miami había conseguido infligir una derrota a su odiado comandante cubano. Sin embargo, la marcha de los acontecimientos tornó la euforia inicial por preocupación. “Fidel Castro utilizó el Mariel como un arma en su guerra contra EEUU y la dirigencia del exilio”. César Odio era en 1980 subadministrador de la ciudad de Miami, uno de los pocos cubanos que trabajaban en la administración capitalina por lo que desde el primer momento fue llamado a ponerse al frente del equipo de recepción que se organizó.
Caos e recelos na acollida
A medida que los barcos eran recibidos en Cayo Hueso, Castro decidió usar su as en la manga. Entre los miles de ciudadanos que buscaban la libertad, el régimen obligó a trasladar también a unos 8.000 convictos y delincuentes de la isla, además de a cientos de personas que estaban internadas en instituciones mentales. “Fue un regalo envenenado, ante la generosidad inocente del presidente Jimmy Carter, pero en los primeros momentos a nadie le importó, nadie se dio cuenta, en realidad”, sostiene Odio. En el barco en el que viajaba la familia de Ivonne Cuesta, unas veinte personas, iban otras tantas completamente desconocidas. “Muchos se negaron a llevarse con ellos a extraños, pero mi familia aceptó. Lo único importante para nosotros era salir de Cuba”, añade.
Cesar Odio está hoy jubilado pero en conversación telefónica desde su domicilio en Key Biscayne recuerda el caos de los primeros días. “Pronto fuimos conscientes de que los espacios que habíamos habilitado se quedaban pequeños en horas”. En un principio, la reacción de la ciudad fue de euforia, “el problema fue cuando se corrió la voz de que el castrismo había decidido enviar delincuentes”. Pero ya era demasiado tarde para parar la marea humana.
No todos los recién llegados tenían a alguien esperándolos. Muchos llegaron con lo puesto y, una vez procesados por las autoridades estadounidenses, carecían de un lugar a dónde dirigirse. “Me di cuenta de su situación —relata Odio—, y se me ocurrió pedirle al dueño de una fábrica azucarera que nos dejase instalarlos temporalmente en los barracones de los trabajadores. Era cubano y accedió. Al día siguiente de estar allí, la mayoría volvió a Miami ya que se corrió el rumor de que los iban a poner a cortar caña. No se daban cuenta de que ya no estaban en Cuba”. Durante aquellos meses se abrieron campamentos en Cayo Hueso, en el antiguo estadio del equipo de fútbol de Miami, los Dolphins, y en bases militares en varios estados del sur de EEUU, como la de Pensacola, en el norte de la Florida, o Little Rock en Arkansas. Incluso se instalaron carpas debajo de los puentes de las autopistas que rodean a la ciudad. César Odio los recorrió todos.
Los supuestos criminales y enfermos fueron el primer gran quebradero de cabeza para el Gobierno norteamericano y las autoridades locales. Entre los oficiales incluso se llegaron a repartir guías donde se especificaban los tatuajes más usuales entre los presos cubanos. Pero separar delincuentes de ciudadanos corrientes no fue la única urgencia. El Gobierno sospechaba de la llegada de desertores de alto nivel y también espías castristas entre los ciudadanos. Agentes del FBI se trasladaron a los distintos campamentos para llevar a cabo una especie de caza de brujas. “El tema de los espías fue algo que se sacó de quicio”, relata Odio. Tan sólo un año antes, ante las Naciones Unidas, Castro se había jactado de disponer de más de 300 informantes en la Florida. “Castro no era tan estúpido como para mandar espías de forma gratuita”, mantiene Odio. Sin embargo, según datos del Gobierno de EEUU, entre veinte y treinta personas fueron identificadas como posibles agentes castristas. “Es cierto que había agentes del FBI, pero la búsqueda de espías no era una prioridad”, concede. “La prioridad era ayudar a las personas”.
Pasados los años sólo le quedan buenos recuerdos de aquel momento y un enorme número de anécdotas. Una de ellas tuvo lugar en el interior de un autobús de traslado donde iba acompañado por varios policías. “De repente uno de ellos dio un grito, ‘aquí está mi abuela, yo no sabía que venía. De aquel instante hay una fotografía que fue portada de la prensa del agente saliendo del autobús con su abuela en brazos”. Está orgulloso de cómo reaccionó la ciudad. “Es cierto que después hubo problemas y a los refugiados, recibidos como héroes, se les dio la connotación negativa de marielitos. Pasados treinta años y salvo esa minoría de indeseables, los marielitos de ayer son hombres de negocios hoy, personas que han triunfado en nuestra sociedad”.
Ivonne Cuesta es sólo un ejemplo de esos marielitos. “Me costó mucho asumir mi condición, durante años la oculté porque sabía de las dificultades que había tenido que superar mi propia madre”, recuerda. El simple hecho de alquilar una vivienda se convirtió para muchos recién llegados en una odisea en una ciudad donde carteles de “No se admiten perros, niños, ni marielitos” eran comunes. Si toda discriminación es condenable, más hiriente resultó la ejercida por algunos de sus propios compatriotas. Los mismos que habían fletados los barcos para sacarlos de Cuba los despreciaron después.
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